
Mike Waltz, ex asesor de seguridad nacional de EE.UU. y sionista hasta la médula, fue destituido por Donald Trump ayer 1 de mayo, eso sí, recolocado como vocero en la ONU. Los motivos que se han dado son la filtraciones en el servicio de mensajería Signal sobre los ataques estadounidenses en Yemen, en los que Waltz, por error, metió al director del periódico The Atlantic en una conversación confidencial. Pero, ¿realmente son esos los motivos? Veámoslo.
El mismo día, unas horas antes, el secretario de defensa de EE.UU. Pete Hegseth, publicaba en la red social X el siguiente mensaje: «Mensaje a Irán: Vemos su apoyo letal a los hutíes. Sabemos exactamente lo que hacen. Saben muy bien de lo que es capaz el ejército estadounidense, y se les advirtió….»

Así, casi con el estilo propio de un matón de barrio, el secretario de Defensa del “país más poderoso del mundo” lanzaba amenazas vacías contra Irán, tratando de disimular lo evidente: la humillante derrota que está sufriendo la flota estadounidense en el Mar Rojo a manos de los combatientes yemeníes de Ansarallah, conocidos como hutíes. Como ya es habitual, la acusación directa recayó sobre Irán, a quien Washington responsabiliza de respaldar logística y estratégicamente a los rebeldes.
En este contexto se entiende la abrupta salida de Mike Waltz, exasesor de seguridad nacional y uno de los representantes más radicales del ala sionista dentro de la administración Trump. Waltz defendía una línea dura e intransigente: ninguna concesión a Irán, especialmente en las negociaciones sobre su programa nuclear. Para él, como para el gobierno israelí, cualquier acuerdo debía implicar la eliminación total de cualquier capacidad nuclear iraní, sin matices ni términos medios.
Sin embargo, la realidad geopolítica ha dejado en evidencia lo irreal de esa postura. Irán ha llegado a la mesa de negociaciones con una posición de fuerza inédita, gracias —en buena medida— a la resistencia de los hutíes en el Mar Rojo, que han logrado infligir a la marina estadounidense una derrota estratégica sin precedentes. La fragilidad de la hegemonía naval de EE. UU. ha quedado expuesta ante los ojos del mundo, y con ello, la narrativa de superioridad que sostenía la postura de Waltz ha colapsado.
Como resultado, las autoridades iraníes han endurecido su discurso, calificando la posición estadounidense como “no seria” y demasiado influida por los intereses del gobierno israelí. Lejos de ceder, Teherán deja claro que no renunciará a su soberanía nuclear, y menos aún cuando el equilibrio de poder regional comienza a inclinarse de manera evidente a su favor.
La caída de Waltz no puede desligarse de este panorama. Su línea maximalista se volvió insostenible en una administración que ya no puede ocultar el fracaso militar ni sostener su narrativa. La excusa del «escándalo de Signal» sirvió como salida decorosa, pero el trasfondo es claro: la administración Trump ha tenido que sacrificar a uno de sus peones ideológicos para encubrir el derrumbe estratégico de su política en Oriente Medio.
Así pues, la dimisión (o destitución encubierta) de Waltz no puede entenderse sin el contexto geopolítico más amplio. Su salida no fue un hecho aislado, sino la consecuencia directa del fracaso estadounidense ante los hutíes y de la imposibilidad de sostener una postura maximalista frente a Irán cuando la realidad militar en el Mar Rojo sugiere lo contrario.
La administración Trump, al verse obligada a reorganizar su equipo de seguridad, recurrió a un viejo recurso: fabricar una excusa que permitiera maquillar una derrota como si fuera un problema disciplinario interno. En el fondo, estamos ante un nuevo episodio de lo que las fuentes llaman “la administración del desastre”: una gestión política que prefiere inventar escándalos controlados antes que admitir la pérdida de poder real en el escenario internacional.